Abenamar, Abenamar,
moro de la morería,
el día que tu naciste
grandes señales había:
estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida,
moro que en tal signo nace
no debe decir mentiras.
Allí respondiera el moro,
bien diréis lo que diría:
yo te la diré, señor,
aunque me cueste la vida,
porque soy hijo de un moro
y una cristiana cautiva;
siendo yo niño y muchacho
mi madre me lo decía,
que mentira no dijere,
que era grande tiranía.
Por tanto, pregunta, rey
que la verdad te diría.
Yo te agradezco, Abenamar,
aquesta tu cortesía.
¿Qué castillos son aquellos?
Altos son y relucían.
El Alhambra era, señor,
y la otra la Mezquita;
los otros los Alijares,
labrados a maravilla:
el moro que los labrara
cien doblas ganaba al día,
y el día que no los labra,
otras tantas se perdía.
El otro es Generalife,
huerta que par no tenía;
el otro Torres bermejas,
castillo de gran valía.
Allí habló el rey don Juan,
bien oiréis o que decía:
si tu quisieres, Granada,
contigo me casaría;
diérate en armas y dote
a Córdoba y a Sevilla.
Casada soy, rey don Juan,
casada, que no viuda;
el moro que a mi me tiene
muy grande bien me quería.
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